LA GRAN PRECISION DE LA TOPOGRAFIA
ROMANA
Hoy en día, tiempos de sofisticadas
tecnologías, los constructores trabajan con unas precisiones extraordinarias,
casi sin esfuerzo, basándose en el empleo de aparatos ya sean ópticos, electrónicos
o laser. Pero, cuando uno se ha visto involucrado en dicho proceso
constructivo, como es mi caso, sabe lo difícil y laborioso que es conseguir
ciertos estándares de precisión, como levantar grandes pilas o muros
perfectamente verticales, realizar túneles que tengan exacta coincidencia en su
trazado en planta y en alzado, o conseguir una perfecta nivelación de unas vías
de tren o simplemente, el firme de una carretera.
Y es por eso por lo que aumenta mi
admiración por las obras de ingeniería que, hace más de dos mil años, los
romanos dejaron, como muestra de sus extensos conocimientos, diseminadas por
toda la geografía europea.
Ellos fueron los primeros en crear una
red de carreteras (o vías, como se llamaban en dichas épocas), que permitían,
amén de la comunicación entre su capital, Roma, y el resto de ciudades
importantes, un rápido desplazamiento de sus ejércitos hasta los puntos conflictivos,
además de permitir un trasiego constante y fluido de personas y mercancías. En
aquella época, tan antigua, ya se dotaba a dichas vías de varias capas de
firmes, colocando en la base materiales menos resistentes pero más flexibles y
terminando con una capa muy resistente y duradera formada por losas de piedra.
Además, protegían la obra con cunetas laterales, para permitir la evacuación y
conducción de las aguas de lluvia en las zonas donde dichas vías transcurrían
bajo el nivel natural del terreno.
Fue tan exitosa dicha construcción que,
durante cientos de años, ya desaparecido el imperio, dichas vías fueron la base
de la comunicación entre distintos pueblos de Europa, hasta que desaparecieron
por falta de mantenimiento y por su natural deterioro.
Otra de las obras de ingeniería que me
asombran son las conducciones de agua o acueductos. Dada la imperiosa necesidad
de agua que toda ciudad, ya sea antigua o moderna tiene, es necesario mantener
un flujo continuo de agua que abastezca las ciudades. Esto, hoy en día, no
presenta ningún problema complejo, con la maquinaria empleada y los materiales
empleados. Pero hace dos mil años, eran palabras mayores. Pues bien, los
ingenieros romanos consiguieron una destreza que aun hoy, es difícil de
superar. Primeramente, localizaban los manantiales que ofrecían un caudal de
agua abundante y continuo. Los agrimensores romanos elegían después, sobre el
terreno, el recorrido más económico para llevar el agua a la ciudad, esto es,
el que presentase menor desnivel y tuviese las distancias más cortas. Para
ello, empleaban instrumentos de medición primitivos, como la dioptria, la groma
o el corobate, aparatos construidos con madera que permitían, mediante la
adición de plomadas, niveles de agua o pínulas de alineación, determinar, con
una precisión envidiable en estos días, tanto el discurrir de la obra en planta
como su perfecto alzado, vital para que el agua tuviese siempre la pendiente
suficiente para correr de forma uniforme hasta las ciudades. Estos acueductos
solían comenzar en un depósito de captación de distintos manantiales, y se
encauzaba el agua en una zanja revestida con cemento romano, con propiedades
hidráulicas, que evitaba las filtraciones. La pendiente de dichas conducciones
era siempre pequeña, generalmente no superior al 1%, de manera que, para
conseguir mantenerla constante, la zanja podía convertirse en un pequeño muro
sobre el que se construía un canal, si el terreno tenia ondulaciones suaves, o
se transformaba en impresionantes obras arquitectónicas, cuando el terreno
tenía grandes depresiones, formadas por múltiples arcos de piedra que sostenían
en su coronación el canal por el que circulaba el agua. Cuando en el trazado aparecía
un monte, simplemente, excavaban un túnel en su interior, con objeto de
mantener constante y uniforme la pendiente. De esta forma, el agua era conducida
hasta grandes depósitos en las zonas elevadas de las ciudades, desde donde se repartía
el agua hacia fuentes, baños y demás usos públicos.
En otro orden de cosas, también fueron
los romanos los primeros en dotar a sus grandes ciudades de sistemas de
evacuación de aguas residuales, evitando, como ocurría en aquellos tiempos y
como sucedió cuando se perdió su conocimiento, que dichos restos anegasen las
calles, creando el caldo de cultivo para la transmisión de todo tipo de
enfermedades, que asolaron Europa durante la edad antigua y media. Construyeron
sistemas de galerías subterráneas a las que eran conducidas dichas aguas desde
determinadas zonas para, a través de ellas, transportarlas con seguridad a
desembocar en los ríos, aguas abajo de las ciudades, con lo que se conseguía alejar
dichos productos nocivos de la población. Dichas conducciones eran conocidas
como “cloacas”, siendo la más famosa la cloaca máxima de Roma.
Aun hoy en día es posible observar
ejemplos de estas grandiosas obras (algunas todavía en funcionamiento), y ante
ellas, no cabe más que pensar en el trabajo, el tesón y la perfección de
aquellos que las realizaron, habida cuenta de que contaban con unos instrumentos
y unos medios muy básicos y primitivos.
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